Una ofrenda no deseada (Cuento)
Por Esteban Herrera Iranzo
A mediados de 1965, estando yo en cama debido a una bronquitis aguda que venía padeciendo desde hacía unos días, escuché de un radio noticiero meridiano, que, Roger Moreno Stuard, un criminal a quien la policía había capturado semanas atrás, confesaba con una frialdad que me causaba el mayor pánico, la forma en que había asesinado a sus más recientes víctimas en Barranquilla; de quienes aseguraba incluso, con un pronunciado acento de ira, “no eran más que unos cretinos, incapaces de ocultar, al menos, unas debilidades que más tontas no podían ser”.
Lo cierto es que a mí esta clase de temas nunca me ha gustado, así que me disponía a cambiar de emisora, pero en ese momento aquel mencionó el nombre de Tomás Ricaurte -, el detective que según la prensa había logrado la proeza de desenmascararlo y hacerlo caer en manos de la justicia -, del cual aseguró que no era más que otro idiota, al que esta, de una manera irresponsable, pretendía engrandecer al presentarlo como un héroe, ante una sociedad que más creyente de la mentira no podía ser.
Yo conocía a Tomás Ricaurte, desde luego, pues desde hacía algún tiempo era vecino de mi barrio, y sabía que había ingresado a la policía seis años antes, y que no hacía mucho esta lo había asignado al servicio de inteligencia. Y tambien es cierto que yo sospechaba cuál era la razón por la que Stuard lo llamaba idiota. Y es que para quienes lo conocíamos no era un secreto el que él sentía una afición desmedida por las películas de ficción que a diario presentaban los cinemas de la ciudad, al punto que no había día que no asistiera a dos funciones por lo menos. Y esto parecía significar para él la única razón de su existencia, pues ni los consejos de sus familiares y amigos, que intentaban convencerlo de que la vida no era solo el cine, ni los llantos de su mujer, cuando le imploraba que cambiara su manera de llevar la vida, habían logrado hacer eco en él.
Roger Moreno, con ese espíritu de quien habiendo causado tanto daño pretende convencer a otros de que su proceder tiene una justificación que ellos tienen que entender, resaltó de una manera ridícula cuanto gesto, palabra o frase había mostrado el detective durante su encuentro de ese día.
Yo, en tanto, escuchaba la narración y la comparaba en mi mente con lo que me había enterado por la prensa y los rumores que para esos días corrían en el barrio.
En efecto, aquella mañana Tomás Ricaurte se hallaba sentado frente al escritorio del Mayor Bermúdez.
- El agente Domínguez fue trasladado a la capital y tuvo que viajar anoche, así que usted va a continuar con la investigación -, dijo el Oficial.
- ¿Yo? -, preguntó Ricaurte con una expresión de pánico que le hacía empalidecer de la cabeza a los pies. ¿Cómo podía él solo, con tan poco tiempo en labores de inteligencia, continuar una investigación tan peligrosa como era la de capturar a alguien que en solo veinte días había matado a cinco hombres, y al que solo estos habían podido ver su rostro? ¿Acaso el mismo Domínguez, que llevaba más de diez años trabajando en casos parecidos, no le había confesado a él el pánico que a diario le causaba esta? -, se preguntaba mientras apretaba con la mano una carpeta de cuero negra que llevaba en ella.
- ¡Sí, usted! -, contestó aquel -. Váyase al Hospital general, que de allá acaban de llamar para decirme que en la morgue se encuentra el cadáver de un hombre que al parecer presenta el mismo cuadro de los anteriores asesinatos.
Ricaurte asintió con la cabeza, aún con el gesto de pánico en la cara.
- Escuche bien. Quiero resultados positivos hoy mismo. Así que vamos a ponerle seriedad a esto –, dijo el Oficial, mirándolo a los ojos y en un tono que mostraba enojo -. Nada de escapaditas del trabajo para irse a ver películas. ¡Ya lo sabe!
Ricaurte, que también lo miraba a los ojos, tragó saliva y volvió a asentir con la cabeza.
- ¡No se le vaya a olvidar lo que le estoy diciendo, Ricaurte! ¿Quiero resultados positivos hoy mismo! – reafirmó el oficial casi a gritos.
El detective se levantó de la silla sin decir una palabra, y, con un paso rápido, que denotaba más miedo que decisión, salió de la oficina.
Cuando Ricaurte llegó al hospital, se fue hasta la puerta de la morgue, dio con su mano un giro a la cerradura, y la abrió de un empujón tan fuerte que de no ser porque su cuerpo dio contra el de un hombre alto, de anteojos, vestido con una bata blanca, de médico, que se disponía a salir por ella, hubiera ido al suelo.
- Vaya, qué golpe el que me ha dado usted -, dijo aquel con un cierto aire de enojo, mostrando unos dientes grandes y ligeramente encaramados, al tiempo que llevaba una mano al estómago para darse un ligero sobo.
- Oh, cuanto lo siento, doctor - - -
- ¡Torregrosa! ¡Soy el doctor Euclides Torregrosa! Médico forense de la Oficina de medicina legal.
- Cuanto gusto doctor Torregrosa. Soy Tomás Ricaurte, agente del servicio de inteligencia de la policía nacional -, contestó el detective, estirando la mano para saludarlo.
- ¡Oh, pero si es usted policía! Sepa que el gusto es mío -, dijo aquel al estrechársela con la suya -. ¿En qué puedo servirle?
Ricaurte sonrió -, Bueno, quisiera ver el cadáver que fue traído esta madrugada.
- Por supuesto -, contestó aquel con una sonrisa que mostraba sus encaramados dientes, en tanto le enseñaba con la mano que siguiera al interior de una pequeña sala, en cuya parte final podía verse una camilla con el cuerpo de una persona cubierto por una sábana de color azuloso, y, algo más atrás, unos pedazos de maderos viejos recostados a la pared.
- ¡Aquí tiene usted! - dijo Torregrosa cuando llegaron a la camilla y levantó la sábana de un tirón.
- Su aspecto es el de alguien muy rudo, dijo Ricaurte después de mirar el cadáver por unos segundos. Creo que no queda duda de que nos hallamos frente al caso de un asesino en serie.
Torregrosa lo miró con el ceño fruncido, como si sus palabras le hubieran causado extrañeza –. ¿Por qué dice eso? -, preguntó mientras volvía a cubrir con la sábana a aquel.
- Presenta el mismo cuadro de las víctimas anteriores, contusiones y fracturas en diferentes partes del cuerpo, y una herida profunda en la frente.
Torregrosa apretó los labios y viró la cara hacía uno y otro lado, en una expresión de desacuerdo -. Veo que no tiene las cosas muy claras con respecto a este caso. Y no es de extrañar, pues usted no es médico.
- No entiendo, dijo Ricaurte con un aire de confusión.
Creo que es mejor que charlemos -, interpuso Torregrosa tomándolo por el brazo para llevarlo hasta dos sillas de madera, viejas y de un color verde ya mojoso, que se hallaban junto a una pared lateral.
- Preste atención para que pueda entender -, le dijo cuándo se sentaron en ellas.
Ricaurte lo miró a la cara y abrió la carpeta que llevaba en la mano, sacó del bolsillo de su camisa un mocho de lápiz, y escribió en una de las hojas: “Occiso: Cuadro clínico parecido al de las anteriores víctimas”
- Creo que le va a tocar escribir mucho -, dijo Torregrosa mientras soltaba una ligera sonrisa.
Ricaurte, que no le quitaba la vista, ciñó un ojo en un gesto de interrogación.
- Así es -, afirmó aquel -. Va a escuchar cosas que le pondrán los pelos de punta.
El rostro de Ricaurte tomó una expresión de curiosidad -. ¿Cuáles podrían ser esas cosas capaces de ponerle los pelos de punta? -, se preguntaba.
Torregrosa volvió a sonreír – El Occiso fue molido a puños y patadas -, dijo mientras se quitaba los lentes con una mano y llevaba la otra al bolsillo trasero de su pantalón para enseguida extraer un pañuelo.
- ¿Puños y patadas? -, preguntó Ricaurte, sorprendido.
- Sí, como si el objetivo de la tunda hubiera sido borrarlo de este mundo -, contestó aquel mientras frotaba suavemente los anteojos con el pañuelo.
– Seguramente fueron varios sus victimarios, pues este hombre era muy fuerte.
Torregrosa alzó la mano en que tenía los lentes, cerró un ojo y miró estos para ver si tenían algún sucio –. Más aun, ¡Karateca! – dijo con una sonrisa que volvió a mostrar sus encaramados dientes.
- ¿Karateca, ha dicho usted?
- Como lo ha oído -, reafirmó Torregrosa mientras se volvía a colocar los anteojos -. Cuando examinaba al occiso vi que en el borde cubital de sus manos posee unas callosidades parecidas a las de quienes practican este arte marcial.
- Oh, no me fijé en eso – dijo Ricaurte, viendo cómo aquel volvía el pañuelo al bolsillo.
- Pues así es. No estaría seguro de lo que digo, de no ser porque en mi vida profesional he tenido algunos casos parecidos y me ha tocado estudiarlos. Además, en ese momento llegó a la morgue Valdivieso, el médico patólogo que le hará la autopsia. Él es un gran conocedor de las artes marciales, pues las ha practicado siempre y se desvive por ellas. Y lo corroboró.
- Oh, que interesante -, dijo Ricaurte. Hasta el momento los pelos no se le habían puesto de punta, pero sospechaba que aquel se traía mucho más que decir. Llevó el lápiz a la hoja y escribió: “Callosidades, parecidas a las de los Karatekas, en el borde cubital de sus manos”.
Torregrosa volvió a sonreír –. Valdivieso dijo, además, después de haber examinado los golpes recibidos por el occiso, que no le queda la menor duda de que este resultó muerto, por una sola persona, en una pelea de artes marciales.
Ricaurte frunció el ceño en un gesto de confusión. – Pero, ¿cómo pudo una sola persona propinar semejante paliza a un hombre de las características de la víctima? –, preguntó.
– Alguien muy conocedor de un arte marcial que nos es imposible identificar.
– ¡Oh! Confieso que este caso comienza a crearme unas expectativas fascinantes -, dijo Ricaurte en tanto bajaba la vista a sus brazos para ver si sus vellos estaban de punta. - Seguramente un hombre -, agregó.
– Hay indicios que muestran otra cosa.
– ¿Una mujer?
- Así es. El occiso presenta en los tobillos rastros de un pintauñas color rosa, muy de moda, por cierto, en las jóvenes de hoy.
¡Oh! ¿Pero cómo es posible que no los vi?
- No se culpe. Son tan minuciosos que tiene uno que esforzar la vista para verlos.
Ricaurte llevó el lápiz a la hoja y escribió: Victimario: Mujer joven, pintauñas color rosa, arte marcial no identificado -. Posiblemente la rival utilizó las manos para bloquear sus patadas –, dijo, recordando que en una función de cine en la que había estado no hacía mucho, un peleador marcial bloqueaba con sus manos cuanta patada le lanzaba su oponente.
- Le sugiero que preste atención a lo que voy diciendo y después resolvamos las inquietudes que le hayan quedado -, dijo Torregrosa con la cara seria –. Tenemos claro que su rival lo atacó con golpes de puño cerrado; solo de esta manera pudo haberle destrozado la frente en esa forma. También sabemos que lo pateó en el pecho, en uno de los brazos y en las costillas, lo cual debió ocurrir entre inicios y mediados de la pelea, cuando aún se encontraban frente a frente. Más adelante verá usted por qué digo esto. Sin embargo, ignoramos qué clase de patadas utilizó, por cuanto nos es imposible conocer la posición en que se hallaba este al momento de recibir cada una de ellas.
Ricaurte lo miró con un gesto de preocupación. Pensó que lo que este pretendía con la descripción analítica de lo que consideraba había sido el desarrollo de la pelea, era mostrarle la capacidad y el perfil de lucha de la victimaria. Esto, desde luego, podría darle alguna pista de su identidad, y era preciso conocerla, no fuera a suceder que alguna vez se hallara frente a ella sin saberlo, pues sería lo mismo que estar parado en un barril ignorando que este se halla repleto de pólvora. Había visto una película en la que un detective, encargado de capturar a un sujeto de alta peligrosidad, preguntó a un hombre que se encontraba en un lugar que aquel solía frecuentar, si lo conocía, y este, que era el criminal, sacó un revólver y lo mató. Había visto también una en la que, a un detective que pretendía descubrir al autor de un hecho, le resultaba imposible lograrlo por desconocer su modus operandi, sin embargo, aquel, que temía ser descubierto, llegó hasta él y lo mató. Finalmente, el asesino fue identificado y capturado, pues su muerte sirvió al nuevo investigador para obtener los datos que él desconocía. Tragó saliva, pensando que él no podía dar su vida por la solución del caso.
- ¿Está dispuesto a seguir escuchando? -, preguntó Torregrosa, que no le quitaba la mirada.
- Sí, por supuesto que sí -, respondió.
– Hay algo muy curioso -, dijo Torregrosa -, y es que el occiso no eludió los golpes de su oponente, ni contestó a ellos de una manera satisfactoria.
- ¿Cómo? -, preguntó el detective al oír las palabras. Algo muy por dentro de él le decía que debía mantener los oídos bien abiertos y el lápiz dispuesto a devorar cuanto papel se hiciera necesario.
- Es apenas lógico -, dijo Torregrosa -, de haberlo hecho no hubiera recibido semejante golpiza. Y esto tiene, por supuesto, una explicación que hasta el momento desconocemos. Una hipótesis podría ser que su rival es una peleadora superior y pudo confundirlo desde el primer instante. Otra sería que se encontrara bajo los efectos de alguna sustancia que mermó su capacidad de lucha, sus reflejos más que cualquier otra cosa.
Ricaurte escribió muy rápido un resumen de lo que acababa de oír y alzó la vista.
Torregrosa, que lo observaba de pies a cabeza, prosiguió - Una u otra permitió a su rival asestar golpes más rápidos y seguidos cada vez; como también más precisos y brutales. La prueba la encontramos al examinar los dos con que lo remató, estos fueron dados en menos de un segundo y con una potencia bestial, en dos partes vulnerables del cuerpo.
Ricaurte se sorprendió en tal forma que no se dio cuenta en qué momento se puso de pies, ni que al volver a la silla lo hacía en una de sus esquinas, que, de no ser porque aquel lo tomó por el brazo, hubiera ido de bruces al suelo. ¿Cómo podían los doctores Torregrosa y Valdivieso, por muy entendidos que fueran en artes marciales, saber el orden y el tiempo existente entre los golpes que la victimaria había propinado al hombre, en una pelea que ellos no habían presenciado? -, se preguntaba.
Torregrosa sonrió – Sé que le cuesta algún trabajo entender esto último, por eso me permito aclarárselo: Si usted fuera médico, por ejemplo, y tuviera la oportunidad de examinar al occiso, fácil le resultaría saber qué golpes fueron los de mayor contundencia, y la vulnerabilidad de las partes del cuerpo en que los recibió, también podría deducir qué efectos inmediatos pudieron haberle causado ¿Cierto?
- ¡Cierto! -, respondió Ricaurte, que había clavado sus ojos en los labios de aquel para cerciorarse de que sus oídos no fueran a engañarlo.
Pues bien -, prosiguió Torregrosa -, el occiso recibió varios golpes durante la pelea, de los cuales los más peligrosos fueron dos: Uno en la base del cráneo, que le produjo fractura y que al parecer fue el que le causó la muerte; es decir, que, con este golpe, es muy seguro que quedó imposibilitado para seguir peleando, o sea, quedó fuera de combate. EL otro lo recibió en la columna y le produjo fractura de dos vértebras lumbares, lo cual hace pensar que de haber quedado vivo habría tenido problemas para volver a caminar. Con este golpe sucede lo mismo que con el anterior, quien lo recibe queda imposibilitado para continuar la pelea -. ¿Cierto?
– ¡Cierto! -, dijo Ricaurte mientras asentía con la cabeza.
– Sigamos entonces – dijo Torregrosa -. Si cada uno de estos golpes posee la capacidad de acabar con la contienda, a usted le quedaría fácil deducir que fueron dados con posterioridad a los demás, es decir, fueron los golpes con que su rival lo remató -. ¿Cierto?
- ¡Cierto! -, dijo Ricaurte con un grito que mostraba la emoción que le causaban las palabras del hombre.
– Continuemos -, dijo Torregrosa, volviendo a mostrar sus encaramados dientes -. Si el primero de estos golpes dejó al occiso fuera de combate, quiere esto decir que el segundo, que le iba a producir el mismo efecto, lo recibió en momentos que iba hacia el suelo.
- ¡Cierto! -, se adelantó a decir Ricaurte, levantándose de la silla para enseguida dejarse caer en ella.
Torregrosa lo miró -. Si presumimos que el tiempo, contado desde que el occiso recibió el primero de estos golpes, hasta su llegada al suelo, puede ser de un segundo y algo más, y el segundo golpe lo recibió en este lapso, tendríamos que la diferencia entre ellos es de algo menos de un segundo. Es decir, le fueron propinados con una rapidez sorprendente, y muy seguidos uno de otro.
- Cierto -, dijo Ricaurte con una expresión de satisfacción en el rostro.
- Sin embargo, no todo lo tenemos claro con respecto a ellos. Sabemos que el occiso los recibió de espaldas a su rival, es apenas lógico, pues se hallan en la parte posterior del cuerpo, pero ignoramos cuál le fue propinado primero. Tampoco hemos podido determinar si la victimaria utilizó las manos o los pies, pues la distancia entre ellos era muy corta en ese momento. Al doctor Valdivieso y a mí, se nos ha antojado pensar que golpeó primero, con el puño, a la base del cráneo, y luego, con la planta del pie, a la columna. Mas no podríamos asegurar con qué mano o con qué pie lo hizo, por cuanto ambos golpes se hallan en partes simétricas del cuerpo.
Ricaurte miró a Torregrosa con los ojos entornados, ahora comprendía el por qué este había hablado de que algunos golpes habían ocurrido entre principios y mediados de la pelea, cuando los contrincantes aún se hallaban frente a frente: la víctima había dado la espalda a la victimaria y esta aprovechó para rematarlo.
- Ahora prepárese para satisfacer su inquietud y se dará cuenta de qué lejos estaba de la realidad -, dijo Torregrosa, que había vuelto a quitarse los anteojos.
Con el mocho de lápiz sobre la hoja, Ricaurte vio cómo aquel volvía a extraer el pañuelo del pantalón.
- Sabemos también que, una vez el occiso yacía en el suelo, bocabajo, la victimaria brincó muy fuerte sobre sus tobillos -, dijo Torregrosa mientras limpiaba los lentes con el pañuelo.
- ¡Lo hizo de un salto! -, aseguró a gritos Ricaurte, levantándose súbitamente de la silla y pegando un brinco para respaldar con él lo que estaba diciendo. Y es que acababa de recordar que en una película que había visto hacía unos meses, un peleador marcial saltó sobre los tobillos de su contrincante, una vez este cayó al suelo, derrotado.
- Así parece -, dijo Torregrosa, llevando los anteojos a la altura de la cara y entrecerrando un ojo para cerciorarse de que estaban limpios -, esto se deduce -, agregó -, de que el occiso presenta algunas magulladuras en ellos.
- Pero, ¿qué objetivo tiene el que un peleador brinque sobre los tobillos del vencido? - pregunto Ricaurte.
- Es una buena pregunta -, dijo Torregrosa -. Créame que me alegra el que usted sea un policía que se interesa por conocer al máximo todo lo concerniente al caso que investiga -, agregó, volviendo a ponerse los anteojos -. Pues bien, en las peleas informales de la antigüedad, algunos peleadores marciales, una vez su rival caía vencido al suelo, acostumbraban, antes de retirarse de él, brincar sobre sus tobillos para lesionárselos, y de esta manera evitar un posible ataque por la espalda.
- ¡Interesante! ¡Interesante! -, dijo Ricaurte mientras llevaba el mocho de lápiz a la hoja.
Torregrosa lo miró – También era costumbre de algunos peleadores, una vez lesionaban los tobillos de su rival, tomarlo por estos y arrojarlo lo más lejos, en señal de que ya no valía nada. Muchas veces sucedía que este no moría de los golpes recibidos durante la pelea sino de los proporcionados por uno u otro elemento que encontraba al paso.
- Los monjes Saholín -, gritó Ricaurte al recordar que el peleador marcial que había visto en escena era un monje Saholín, que, una vez brincó sobre los tobillos de su contrincante, lo tomó por ellos y lo arrojó contra un árbol.
- No necesariamente -, dijo Torregrosa.
- Caramba, no me gustaría haber vivido esos tiempos -, dijo Ricaurte con unos ojos que delataban el pavor de que era presa.
- No es necesario que los haya vivido. Pronto podría usted hallarse frente a una persona que al parecer acostumbra hacer lo mismo con sus rivales -, dijo Torregrosa con una sonrisa maliciosa.
Un interrogante brotó del rostro de Ricaurte. ¿Qué habría querido decir aquel con esas palabras? -, se preguntó.
- El Occiso presenta unos rasguños horizontales en el rostro y en uno de los brazos, lo cual nos ha llevado a pensar que, una vez la rival brincó sobre sus tobillos, lo tomó por ellos y dio con él varias vueltas, con la intención de aventarlo, pero algo la detuvo -, dijo Torregrosa con la cara seria.
Ricaurte llevó el mocho de lápiz a la hoja. Ahora comprendía el porqué de los rastros de pintauñas en los tobillos de aquel.
Pero, ¿qué podía haber sido lo que llevó a la victimaria a detenerse en momentos que se disponía a aventarlo? -, se preguntó.
- Sé lo que está pensando, así que le voy a dar la oportunidad de que sea usted mismo quien lo descubra –, dijo Torregrosa en tanto se levantaba de la silla para enseguida caminar hacia el cadáver - ¡Sígame! – le dijo.
Ricaurte se levantó y lo siguió.
– Vuelva a mirarlo -, dijo Torregrosa al despojar de la sábana al hombre.
Ricaurte miró el cadáver por un instante y volvió la vista a aquel. – Lo mismo. No encuentro ninguna diferencia -, respondió en momentos que un golpe muy fuerte en la cabeza lo llevó al suelo.
Con los ojos extraviados por el dolor y el desconcierto, y sintiendo que su consciencia quería abandonarlo, trató de incorporarse, pero aquel, que sostenía en su mano uno de los maderos que se hallaban recostados a la pared, le clavó un pie en el pecho.
- ¡Es usted un cretino! –, le gritó con una voz enronquecida y unos ojos que mostraban un odio desenfrenado -. Intentar resolver una investigación seria con una mentalidad tan peliculera como la suya, es lo más insólito que pudiera habérsele ocurrido. Vergüenza debería darle a la institución el tener en sus filas a un idiota de tal magnitud.
Arrojó el palo al suelo, y, mirándolo con unos ojos enceguecidos por una rabia incontenible, como la de alguien que se halla poseído por el demonio, inclinó el cuerpo y lo agarró por los tobillos con unas manos que parecían garras de acero, y luego, mordiéndose la lengua con sus encaramados dientes, dio con él varias vueltas, como quien toma impulso para arrojar un objeto lo más lejos posible, y lo soltó para que su cabeza fuera a dar de una manera estrepitosa contra una de las paredes.
Ricaurte, consciente aún, pero con una herida en la frente que le hacía manar montones de sangre, vio desde el suelo cómo aquel, inclinando su cuerpo, volvía a tomar el madero.
- Ahora veremos cómo quedará usted después de que yo lo muela a palo -, dijo el hombre cuando llegó hasta él.
Alzaba el madero para culminar su objetivo, cuando un grito lo hizo estremecer.
- ¡Suelte ese palo y ponga las manos arriba!
Era el capitán Bermúdez, que había llegado con dos Uniformados. - Arréstenle, que es el asesino – gritó a estos, en tanto se dirigía a Ricaurte para enseguida agacharse a su lado.
- Trate de resistir, Ricaurte, que ya mismo lo vamos a llevar a la sala de emergencias -, le dijo, en cuanto recogía la carpeta, que se hallaba a un lado de este.
Ricaurte vio cómo el oficial, con un manifiesto aire de decepción, daba una ojeada a la hoja .
- Es usted un héroe, Ricaurte. Gracias a su valor hemos podido solucionar el caso -, dijo Bermúdez, en tanto este, que había oído la frase, cerraba los ojos con una expresión de amargura.
FIN

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