AMOROSIDAD
¿Qué estoy haciendo al escribirte?…
Intento fotografiar el perfume, dibujarle presencias al viento, otorgarle guiños a las estrellas, inventarle apodos a las nubes, en fin, milagros, sortilegios, quimeras para enamorarte.
Nada sabes hoy de mi existencia lejana, menos de mis sentimientos.
Te escandalizaría conocerlos:
Porque están hechos de fuego, te quemarían.
Porque crecieron en la añoranza de imperceptibles gestos, te asombrarían.
Intento transmitirte un tacto sutil en mis palabras como tenues sonidos que se entrelazan, con independencia de mi voluntad, en un mensaje que se rebela contra la morral que me juzga.
Pero no es irrazonable que yo me dirija a ti en estos términos; a ti, que una vez rozaste mis labios, extraviados los tuyos por el alcohol que disipabas en tu risa.
¿Cómo no mediste el efecto crucial de ese guiño, que no fue inocente?.
Quizás el impulso de esta misiva pública no dependa más que de un acto heroico que me he impuesto, y del cual no conoceré sus consecuencias.
Quizá, también, las palabras se vuelvan contra mi, traduciéndome de manera equívoca. Tal vez -pero esto es ya improbable- se aniquilen tus reservas y te dejes cautivar por mi verbo mientras mis manos viajen a contornear los meandros y escollos de tu cuerpo.
¡Sería tan grato para mi saberlo!
Así, podría marcharme con una certeza, aunque más no fuera la tristeza de un "no" o la impotencia de un "sí".
Ahora mismo padezco de una ingravidez que derrite mis sentidos, pero desearía que éstos, para ti, cobraran su más alta dignidad: un tacto sensible para que mi caricia facilitara tu temblor; un olfato irrespetuoso para que tus olores fueran mi fragancia predilecta; un gusto feraz para diferenciar el sabor de tus humedades; un oído entonado por las pausas con que ahuecas tus decires; y una vista que fijara en mi mirada esa pícara sonrisa tuya que dispara felicidad.
Poder llevarme todos estos sentires a esa playa rubia y cálida como yo imagino la muerte.
Aceptar mi amor por ti ha sido una revelación inesperada, la cual, incluso, jamás hubiera despertado si en este repaso definitivo no hubiera retornado aquella noche de luna y vino, cuando tus labios -liberados de temores- escaparon hasta los míos. Si tu índice, durante la cena, no hubiera recorrido mi espalda, produciendo ese relámpago que el deseo inflige al ser.
¿Por qué no hablamos de todo ello a la mañana siguiente? ¿Por cobardía? ¿Por vergüenza? ¿Por la aprehensión de nuestros miedos?
Es imposible ya saberlo. Hay tanta distancia, por las respuestas ni buscadas ni encontradas, que vuelvo a preguntarme qué pretendo al escribirte, mi querida Isabel, sobre este amor que, de tan solitario y silencioso, se me parecido a