Cuan difícil sería para Verónica tenerse que separar de su criaturita para volver al trabajo. La licencia de maternidad se le hizo demasiado corta deleitada en el milagro de ser madre por primera vez y al fin. Vivió muchos años en la desesperanza de que jamás llegaría este momento. A pesar de que había logrado concebir en un par de ocasiones, ninguno de los dos embarazos logró llegar a un feliz término y esto la había devastado por completo. Ahora no pensaba en eso, pues su dicha era extrema desde que había escuchado por vez primera el llanto que anunció el alumbramiento de Juan Gabriel.

 

El bebé era hermoso, todo un muñeco. Era tan abundante su cabellera lozana y azabache que se mantenía con un mechoncito levantado, el cual se negaba a dejarse domar, pero que lo hacía lucir tan encantador. Sus mejillas habían sido besadas por un par de amapolas. Su nariz era un botoncito gracioso y perfecto. Su piel, además de tener ese innato olor delicioso a bebé, era blanca, blanca, blanquita en contraste con su cabellera y sus ojos azules, azules, azulitos como cielo de verano.

 

Azul… ese día lo vistió color azul añil. Hacía frío y a Juan Gabriel parecía que le había comenzado un resfriado. Todas las que somos madres sabemos que los primeros años de un hijo nos lo pasamos de resfriado en resfriado, pero Verónica era madre primeriza, desvivida por su niño y precavida, así que lo vistió con sus azules medias, sus azules pantaloncitos de algodón, su azul camisita del mismo material estampada con ositos sin cuerpo, y su abriguito azul también, tejido a mano por la abuela materna, quien aunque jubilada hacía muchos años, vivía en su país de origen. Verónica había conocido allí a un turista, mientras trabajaba como salvavidas en un beach club para costear sus estudios. Con él se casó y se mudó a este nuevo país al que le debía su familia, su profesión y todos los éxitos que había logrado.

 

“Qué difícil” pensó para sí misma, y con los ojos a flor de llanto. Se estacionó frente a la guardería que le había recomendado una compañera de la oficina, ya que quedaba a escasas cuadras del edificio donde trabajaban. “¡Bienvenidos!; ¡Buen día!” fue el caluroso recibimiento para el bebé nuevo “¿Y este principito azul?; ¡Qué bello, mamá! Pero si parece un bebé de anuncio de papilla o de pañal. ¡Dios lo bendiga!; ¡Hola bebé!” decía la joven empleada mientras se disponía a tomarlo en brazos. A Verónica le costaba mucho desprenderse tan fácilmente de ese niño que era un pedazo de su vida, más importante que ella misma. La niñera, al percatarse que al primer intento la madre pareció no querer soltar al niño, reaccionó buscando su mirada y notó que sus ojos estaban al borde del llanto “¿Es usted primeriza, no es cierto? El primer día siempre es duro, mamá, pero ya verá… luego los niños ni se quieren ir. Les encanta estar con otros niños y con nosotras. Aquí a él no le faltará nada. Descuide y vaya tranquila”.

 

Verónica se sintió un poco más aliviada pero no menos triste. “¡Qué tonta!; ¿verdad? Imagino que ya están acostumbradas a esto. Es que este niño ha sido un milagrito. Lo hemos deseado y esperado tanto que no se me hace nada fácil este momento” respondió depositándolo en los brazos de la sonriente niñera. “Lo he notado esta mañana un poco congestionando, por eso lo traje tan abrigado. En su bulto tiene un jarabe en caso de que haga falta. El medidor está marcado con un marcador negro. Él toma dos siestas, la primera es a las 10:00 de la mañana y a las 2:00 de la tarde también le da sueño. La leche dentro de las botellas es de pecho, así que por favor, traten de nunca confundir el biberón de él. También los he rotulado con marcador. Otra cosa es que él se duerme bocabajo, con su pañito bajo su cuerpito y sobre el hombro derecho. Es una manía que tiene. Por favor, por favor, velen por esos detalles. ¿Sí?” pareció concluir con el semblante angustiado y con la mirada casi al borde de otra lágrima. “¡Descuide mamá! Todo estará bien” respondió Cindy, la niñera “Gracias. Todas estas indicaciones están escritas en una nota que se encuentra en el bolsillo del costado derecho del bulto”. Vengo por él a las 5:00 de la tarde. Besó la frente de Gabito, se dirigió al portón de salida y regresó “¡El pañal!” exclamó al dar la vuelta y caminando otra vez hacia la niñera “El pañal hay que cambiárselo cada 3 horas. No me importa cuántos use. ¡No quiero que le dé una alergia!” indicó casi sintiendo vergüenza. Se sentía apenada, se sabía ridícula, pero no podía evitarlo. “¡Muy bien! No hay ningún problema. ¡Hermoso día!” la despedía aquella extraña mientras sostenía todo su mundo en los brazos.

 

A la mujer no le quedó más remedio que irse. La joven niñera entró a un lugar hermosamente decorado, repletito de una gran variedad de querubes encarnados y más niñeras igual de jóvenes que ella. “¡Nuevo!; ¡Hijo único!” vociferó para que todas sus colegas supieran y entendieran que muy probablemente el bebé consentido extrañaría mucho a su mamá. Pasaron a Gabriel para el área de las cunas, que era un salón aparte al de los niños en edad prescolar. Lo tendieron en una cuna que tenía un número 12 como etiqueta en su cabecera. Otro número 12 le adhirieron al bulto. Los pañales se cambiaban para todos por igual, a la misma hora, los niños tomaban la siesta a la misma hora, los biberones se daban a la misma hora.

 

Juan Gabriel comenzó a llorar a las 10:00 de la mañana. Nadie le acomodó su mantita azul-azulita, nadie lo acomodó bocabajo. Sólo lloró. “¡Vaya pulmones los del nuevo! Ojalá no le queden ganas de llorar al medio día, porque si no los demás niños no podrán dormir.” Era necesario que los de la sección de cuna durmieran al medio día, porque esa era la hora del almuerzo para los más grandecitos y todo el personal debía estar asistiendo a los niños del prescolar, cuyas torpes destrezas motoras aún les imposibilitaba poder comer solos.

 

Juan Gabriel lloró, lloró y lloró lágrimas azules. No había nadie que lo acomodara en su pecho, no había nadie que lo sacara de la fría cuna, lo arrullara entre sus brazos y lo paseara de lado a lado. Tampoco había silencio y su frisita estaba en el bulto, doblada.

 

Las 12:00 del medio día los niños más grandes necesitaban almorzar, los bebés de cuna necesitaban dormir. “Cindy, otra vez el nuevo escupió el chupete. ¿tape?” le preguntó la encargada del área donde se hallaban las cunas. “Sí, en lo que se acostumbra y se acomoda a la rutina”. La mujer abrió una de las gavetas del mueble donde se cambiaban los pañales, cortó un poco de cinta adhesiva gruesa y lo puso sobre la boca del inconsolable bebé para asegurarse que no expulsara nuevamente su chupete hasta conciliar el sueño. Se dirigió al botiquín, regresó con un frasco de vicks vaporub y pasó una ínfima porción del ungüento bajo cada ojo de él, con el fin de obligarlo a cerrar sus ojos. “Pobre angelito. Duérmete ahora ¿sí? y descansa un poco, mi vida, que hoy te has portado terriblemente mal. Esto es sólo en lo que te acostumbras. Descansa, bebé”.

 

La mujer se retiró tranquila a ayudar con las tareas de medio día. Juan Gabriel ya comenzaba a cerrar sus ojos y a calmarse un poco hasta que el niño se sintió solo otra vez pues la mujer, tan parecida a su madre, había caminado hasta la puerta, apagando la luz a su paso. No tardó mucho tiempo en volver a llorar, con los ojos cerrados, un llanto sordo, un llanto ahogado.

 

Al cabo de una hora, regresó la niñera con los respectivos biberones enumerados. “Despierten mis capullitos ¿Quién quiere su lechita? A ver, a ver, ¿Qué nené se portó bien?”. Se asomó a la cuna del más calladito, el nuevo, Gabito, el de las mediecitas azules, el del abriguito azul tejido. Azul también por debajo de sus uñitas, azul sus cachetitos, antes rojizos, azulitos sus labios detrás del chupete. De nada sirvió el abrigo que le había puesto mamá. El bebé estaba frío, muy frío.

 

¿Cómo le explicarán a la madre que su hijo sí estaba congestionado después de todo?

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