El señor ministro se ha vuelto loco

 

            El día 19 de xx de 19xx, todos los diarios de tirada nacional publicaron un texto idéntico de la conferencia de prensa ofrecida el día anterior por el excelentísimo señor ministro de la cosa.

           Las tendencias dispares de los citados medios, hacía pensar en la veracidad de que fueran ésas y no otras las palabras pronunciadas por su excelencia, descartando un posible e interesado sesgo político.

            En el comentario que figuraba a pie de texto de la conferencia, precedido por un asterisco, todos los periódicos exculpaban, sin excepción, al gobierno democrático de turno, argumentando una posible enajenación mental, al menos transitoria, del excelentísimo señor.

 

            “Señoras, señores, buenos días. Siéntense y no hagan ruido… ni el menor ruido. Los ruidos me molestan, y al menor ruido no dudaré en suspender esta conferencia de prensa… La misma decisión tomaré si observo por aquí o por allá movimientos reiterados, gestos sospechosos o cualquier signo que perturbe mi notable discurso. Para empezar les diré que yo deploro estar aquí ante ustedes, al igual que ustedes deploran estar aquí presentes ante mí. ¡Dejémonos de hipocresías! Sé cuantos detractores hay del gobierno democrático de turno al que me honro pertenecer, y sé que muchos de los aquí presentes, sentados cómodamente en esos butacones frente a mí, lo están por obligación, porque sus redactores jefes les han mandado cubrir la noticia. Pero no olviden que si ustedes cumplen con su obligación, yo cumplo con la mía. Seguramente muchos de ustedes esperan un error en mi alocución, quizá traten de captar un matiz, una nimiedad, una frase ambigua susceptible de manipulación que me ponga en el disparadero, y que, en definitiva, incremente el número de ejemplares vendidos, porque ustedes, por otro lado, son como hienas entre sí… Echo en falta mi cartera. Llevaba el discurso que había de leer. Me entregaron el discurso escrito y me dijeron a tal hora y en tal lugar y, además, con la advertencia de limitarme al texto, a su lectura, evitando el coloquio final al que los tenemos mal acostumbrados. Eso me dijeron. Y es comprensible, no podemos dilapidar nuestro tiempo en explicaciones múltiples, en explicaciones a las explicaciones, explicaciones estúpidas, explicaciones que no son explicaciones… o ¿creen ustedes que vamos a decirles lo que hacemos por qué lo hacemos o por qué dejamos de hacer  lo que  no hacemos? El olvido del texto de la conferencia, motivado por las prisas, no supone ningún contratiempo. Sepan ustedes que para mí no es ningún contratiempo improvisar. Si ustedes no interrumpen, les decía, me iré de aquí con esta  ingrata obligación cumplida. Me dijeron: Preséntate ante los medios en tal lugar y lee este discurso. La duración es de algo más de una hora. Si no puedes evitar las preguntas —ya sabes, los periodistas—, responde con nada comprometedor para nosotros, habla habla y habla de todo y de nada. En fin, mano izquierda, ambigüedades… Nada en definitiva. Y yo vengo y cumplo el mandato: hablo algo más de una hora ante ustedes, con discurso preparado o sin él, y me marcho.

            El núcleo del asunto… creo que trataba —por el título lo sacaré, esperen—de la situación caótica de nuestro país… ¿tal vez de algún país vecino? No recuerdo bien. No, no, debía ser del nuestro. ¿Por qué nos iban a importar a nosotros los problemas ajenos? Bueno, qué más da. ¿Qué decirles? Ya saben ustedes, corren malos tiempos, pero los malos tiempos como cualquier otra cosa buena o mala se acaba. Simplemente es un asunto de confianza y paciencia. De mucha paciencia a veces, pero, a fin de cuentas, de paciencia. Verán ustedes, voy a ponerles un ejemplo para que comprendan con prontitud. Primero les situaré en una escala menor, la familiar; después, háganme el favor de elevarlo al plano nacional… o no lo eleven y establezcan sus premisas y saquen sus propias conclusiones, ¡caramba, que ya son ustedes mayorcitos y no hay necesidad de explicar las cosas más simples como a niños! Hagan lo que les plazca… menos molestar. Pero no resisto la tentación de ponerme como ejemplo de los buenos y los malos tiempos. Malos tiempos: yo, un don nadie, un titulillo, un empleucho y militante de base; buenos tiempos: vienen y me ofrecen la cartera ministerial que con dignidad y orgullo detento… ¡Oiga, guárdese sus irónicos carraspeos, y deje de hacer chistes con la cartera que olvidé! ¡Caramba con ustedes, no perdonan un simple olvido! Hablaba de la cartera que tan eficazmente detento. A pesar de los malos aires que corren, circunstancia ésta que no me cansaré de repetir —y que me beneficia, pues con esto lleno parte del tiempo y me evito hablar de otras cosas—. Circunstancia, decía, que siempre se ha de tener presente en aras de una crítica fundamentada y saludable, cualquier cosa para no envenenar al pueblo. ¿Cómo decirles que acepté el cargo? Ya lo ven, por lo que decirlo es ocioso, pero lo digo: ¡acepté! Asociado al cargo, alto cargo, vino el coche blindado de importación por seguridad personal. Algo normal, claro, aunque no se me había ocurrido pensar en una posible inseguridad, que mi persona corriera peligro. Verdaderamente no lo entendía, pero no pregunté. Hay cosas que no se preguntan, porque responden a algo lógico, aunque, así, de improviso, no comprendamos. Imagínense ustedes a aquel empleaducho con su titulillo y militante de base trasladándose de un lugar a otro con chófer en un coche blindado de importación. Y la prensa atosigándome y anotando cualquiera de mis balbuceos. Impensable. Pero eran tiempos de esperanza, de verdadera y auténtica fe. Fe ciega, si me apuran, pero que otra cosa podíamos brindar. Había problemas, menos que ahora, es cierto, pero teníamos la ventaja que no nos señalaban a nosotros como causantes. No se nos podía culpar, porque no estábamos subidos en las peanas del poder. No teníamos responsabilidad directa, aunque, a decir verdad, enredábamos lo que podíamos para que las cosas les salieran mal a nuestros enemigos. Acabábamos de llegar, de ganar las elecciones e íbamos a solucionar los problemas que nuestros antagonistas políticos habían sido incapaces de resolver. Ya ven ustedes a lo que hemos llegado… Porque las cosas se enredan, así por ejemplo, yo digo hoy y aquí una cosa y mañana ustedes en sus respectivos periódicos, con el ansia de vender, dirán otra, sin duda impopular. Buscarán la forma de llamar la atención con titulares apocalípticos… En definitiva, me pondrán en el disparadero con sus malditas tergiversaciones y, desde luego, si no en esta ocasión en la siguiente, mis compañeros, verdaderos rufianes, acabarán por ofrecerme como cabeza de turco a ustedes, auténticas pirañas. Pondrán al pueblo contra mí, al gobierno contra mí… yo el culpable de los males del mundo… ¡Oiga, deje de carraspear! ¡Yo, me ceso! Quiero decir: dimito. No. Suspendo esta sesión… O me ceso, dimito y suspendo esta maldita conferencia de prensa. ¡A la mierda el coche blindado, a las cenas de altos mandatarios! Quién sabe si tendré que mendig… bueno eso no, yo ya tomé mis cautelas económicas que me permitirán vivir a mi, a mis hijos y a los hijos de mis hijos, y… ¡Rabien ustedes! ¡Me voy! ¡Adiós prensa! ¡Adiós a ustedes, ratas de alcantarilla! ¡Adiós!”

                                                                                                                                                                                                          1980                                       


 

Relato extraído del libro “Las habladurías de un loro(Registrado).   T.H.Merino

 

 

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