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Seis microrrelatos contra la insatisfacción (II)

A Susana Escarabajal

     Gabriel tenía catorce años pero su vida la sentía con la desilusión de un anciano adusto. Vivía en la opulencia más desproporcionada. Su habitación estaba atestada de todo tipo de instrumentos electrónicos, de los libros más famosos, de los útiles de escritorio más elegantes, de la ropa más impactante. En la nevera de su casa no faltaban los productos más atractivos para su paladar y el clima de su hogar jamás le era desagradable gracias a un aire acondicionado y a una calefacción que funcionaban siempre a la perfección. Cuando deseaba alguna de las cosas que consigue el dinero, no tenía más que decirlo y, sin dilación alguna, le era concedido. Sin embargo, se sentía como si no tuviera nada porque la felicidad no la dan las cosas sino el corazón y su corazón echaba de menos algo aunque no sabía lo que era.
      Su padre era ingeniero y estaba haciendo un trabajo en África Oriental y, cuando Gabriel acabó el curso en el instituto, se dirigió en compañía de su madre a aquel lugar para reunirse con él. Aquel sitio era un simple poblado de chozas, con gente semidesnuda por el calor, sin electricidad ni teléfono y, cuando Gabriel llegó allí, sintió tanta desesperación ante la perspectiva de pasar tres meses en aquel sitio tan desprovisto de las diversiones que le eran familiares que pidió seriamente a su padre que le dejara volver a España. Él, que apenas sabía hacer otro movimiento para dar felicidad a su hijo que acceder a sus deseos, aun los más cargados de despecho, hechos solo para reclamar su atención, le dijo que esperara dos días, momento en que haría un viaje a la capital y podría llevarle al aeropuerto.
      Un hondo sentimiento de frustración, que le llenaba de violenta animadversión por todo su entorno, embargaba el espíritu de Gabriel. En su corazón, no había un lugar para el reposo, no había meta alguna, el vacío más angustioso respondía a su búsqueda de algo dentro de sí. Tan desesperante tedio sentiría en su lujosa casa de España como en aquella aldea perdida de África pero quería hacer ruido, mostrar su violenta rebeldía, levantar su grito contra la laxa indolencia que sentía a su alrededor, contra la estúpida impasividad de un mundo que no le proporcionaba un sentido a su existencia y sí cualquier otra cosa.
      Aquellos negros de la aldea le parecían el colmo de la idiotez. Le seducía la idea de formar parte de un grupo neonazi, quería golpear, atacar, vengar sobre un objeto cualquiera su profunda confusión y falta de luz interior. Nadie le ayudaba y eso era tanto para él como decir que todos lo estaban hostigando. El afecto gris de sus padres o de sus amigos solo le despertaba escepticismo y, cuando pensaba en el amor, no veía más que una farsa afectada y banal propia de espíritus impotentes.
      Pero la mañana siguiente a la primera noche que pasó en el poblado, cuando estaba dando un paseo por la orilla del río, tuvo una visión a cuya fascinación no fue capaz de resistirse. Una muchacha del lugar, semidesnuda y solitaria, de la edad aproximada de Gabriel, bañaba un cuerpo bellísimo en aquellas aguas. Algo inexplicable para él hizo presa de su espíritu mientras contemplaba enternecido la gracia con que la muchacha se lavaba y chapoteaba en el agua. Había tan hondo sentido, tan poderosa convicción en la emoción que le embargó que ya no pudo vivir para otra cosa que para entregarse a ella.
      Cuantos rasgos veía en la muchacha le fascinaban como una música maravillosa o como la contemplación de un abismo. Nada tenía que ver con lo que había sentido alguna vez por alguna chica del instituto, ese deseo de la carne que atormenta porque no se satisface pero del que deseamos liberarnos cuanto antes porque nos convierte en esclavos del instinto físico. Lo que le hacía sentir aquella figura era algo que deseaba conservar eternamente en su corazón; parado a diez metros de distancia, sin poder apartar la mirada de la muchacha negra, soñaba con entregar su vida a su servicio. Más allá de la regularidad y proporción de sus formas, descubría una oculta familiaridad en ellas o más allá de ellas, algo que la unía con una parte esencial de lo más profundo de su corazón. Quizá se parecía a la niña negra que hubo en su clase en el primer curso de primaria o quizá su pelo ensortijado le despertaba reminiscencias de alguna maestra o alguna niña mayor a la que pudiera haber amado en secreto en su infancia o quizá su alma había nacido junto a la suya en el infinito y ahora el destino se la ponía delante para que no la volviera a dejar escapar nunca más.
      Durante todo el resto del día, ansió volverla a ver y, al atardecer, haciendo un recorrido por el poblado, la descubrió a la puerta de una choza preparando una comida. Ella levantó los ojos y sus miradas se unieron durante unos instantes en los que a ambos les pareció que todo lo que importaba en el mundo se lo habían comunicado el uno al otro.
Su padre le comunicó cuando volvió a su alojamiento que al día siguiente a las once partirían hacia la capital pero él le respondió que ya no deseaba volver. A la mañana siguiente, buscó a la muchacha en el río y la encontró con otras dos mujeres. Estuvo observándolas hasta que, milagrosamente, las mujeres que la acompañaban la dejaron sola. Entonces se acercó a ella. Ella le miró con los ojos chispeantes y hermosos y él le acarició la mejilla. Sintió el deseo de abrazarla y la apretó contra su pecho besando con infinita ternura su pelo y diciéndole una y otra vez te amo, te amo, te amo...
      Pasaban los días y ellos buscaban las ocasiones para encontrarse. El amor que había nacido en su corazón le unió a su padre de una manera indirecta porque ahora ya no necesitaba un afecto que había demostrado que era incapaz de darle pero si tenía la posibilidad de enseñarle algo del dialecto que hablaban aquellos africanos, cosa que le interesaba vivamente porque ansiaba comunicarse mejor con la chica. Ahora su padre sí era una buena ayuda en su búsqueda de la felicidad y es que, cuando aparece el amor verdadero, el mundo empieza a tener buen aspecto dondequiera que nos dirijamos. Aprendió de su padre lo más elemental del idioma y declaró a la chica su deseo firme de conservarla junto a él toda su vida. Ella también lo ansiaba pero temía que su gente no lo permitiera.
      El trabajo de su padre estaba próximo a su finalización cuando Gabriel se presentó ante él y le expuso su deseo de que llevaran consigo a la chica en su viaje de retorno. Su padre le preguntó el motivo y él, ingenuamente, le respondió que quería casarse con ella. Su padre rio un poco y dijo que eso no era posible, era una absoluta locura, los amores de adolescencia duraban lo que el disparo de un cohete. Gabriel, usando el tono que empleaba cuando quería algún capricho, insistió en que llevaran consigo a la muchacha. Pero esta vez el recurso no le sirvió, esta vez no se trataba de comprar nada, se trataba de enfrentarse a la opinión y no se sintió tan generoso como para acceder. Gabriel le contestó que, en ese caso, se quedaba en el poblado para el resto de su vida. Su padre le dijo entonces, muy melosamente, que le quería y que no podía consentir quedarse sin él.
      Gabriel dejó en ese punto la conversación y fue a ver a la chica. Le dijo que se iba a quedar en el poblado y que viviría con ella. Ella le contestó que no podía ser porque su gente no permitía uniones con blancos. Gabriel sintió tanta desesperación que deseó romper algo, pegar a alguien, gritar. Ella lo besó en los labios y le señaló hacia el norte; él comprendió lo que quería decir, llegar a Europa por la ruta que hacían los inmigrantes. Esa misma noche, se aprovisionaron de alimentos y agarrados de la mano, con el cielo y la luna como cómplices de su infinita ternura, cruzaron el río y comenzaron la larga marcha hacia el Paraíso.

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