"Boys playing marbles (1981) /  Librería del Congreso. U.S.A.


(Cómo pueden constatar, es un texto un tanto extenso. He tratado de redactarlo con la intención de que quienes me favorezcan con el inicio de su lectura, también la terminen. Advierto que los juegos que aquí se narran fueron prácticamente de la exclusividad de la comunidad infantil masculina. Mi intención ha sido rememorar una época y una actividad lúdica que no el viento, sino el tiempo, se llevó. Hoy, es una hermosa nostalgia.)

Discrepo totalmente con aquellos que suelen decir que “todo tiempo pasado fue mejor”. Creo que cada época tiene sus cosas propias, mejores y peores que otras, muchas sin categorías ni razón de comparación. No obstante, pienso que en mi época infantil los niños disfrutaban más que los de ahora de los juegos, particularmente de los de participación. Acaso el fondo está justo en esa categoría, la interacción de niños con otros niños, que hoy percibo como cosa casi perdida. Me es claro que los niños siguen, seguirán por siempre, jugando entre sí; yo simplemente me refiero a esos eventos organizados, sujetos a ciertas reglas y protocolos, que en sí eran parte del encanto del juego en cuestión.

Por lo demás, el mundo evoluciona y es no sólo inevitable sino deseable que los tiempos cambien –uno espera que para bien- y hoy los juegos de los niños son distintos, como tantas cosas son igualmente distintas a las que yo viví, y no sólo en mi edad infantil.
Tiempos eran aquellos, los de mi niñez, en que no había televisión, ni juegos computarizados, ni proliferación de vehículos, ni contaminación atmosférica, ni desquicio social. Situación que propiciaba que los chiquillos, después de hacer la tarea escolar y previo permiso familiar, podíamos salir a disfrutar la calle y jugar libremente en ella.
Aquellos juegos tradicionales, muchos propios sólo de mi Veracruz natal, se sucedían cíclicamente como las estaciones del año. Así, aparecía la época del trompo, luego la de las canicas, le sucedía la de los “ligazos”, luego se ponía de moda el balero o el yo-yo, etc. Juegos había que se realizaban con un determinado objeto o piezas, como los mencionados trompo y balero, o las entonces popularísimas canicas. Objetos todos de los que apenas se conservan vestigios entre los niños actuales, o sólo tienen referencias familiares, pues casi han desaparecido y apenas se encuentran en los locales de artesanías populares. Al menos en México. Pero había también juegos que se practicaban con sólo unas piedrecillas, como las “matatenas”, o el “Tejo” que es cómo llaman o llamaban en el puerto a lo que en otras localidades se conoce o conocía como “Avión” o “Rayuela”, y que se jugaba trazando cierta figura en el piso, sobre las que se saltaba de cierta manera, previo lanzamiento a los recuadros trazados del “tejo”, que no era otra cosa que un talón de suela de zapato. Por cierto, tal vez el único juego con participación femenina de los aquí narrados, si no es que de sus preferidos. Con todo, los que a mí me parecen más interesantes son aquellos que estaban sujetos a ciertas reglas y toda una organización de la que era muy celosa la comunidad infantil.

Yo fui un niño extraordinariamente inhábil para muchos juegos, particularmente los que se practicaban con algún objeto o piezas. Bailaba mi trompo, pero jamás lo logré hacer con destreza, no lo hacía zumbar, ni pude ejecutar exquisiteces como dar “racos”, que es como en Veracruz se calificaba el golpear con la punta del propio trompo al volumen del contrario, de tal suerte que se lograra introducirle la punta metálica y así deteriorar al trompo del adversario. Ni siquiera fui muy afecto a jugar al trompo, hubiera perdido los míos, ya que se solía ponerlos en calidad de apuesta, a ganar por el mejor. Tampoco logré nunca ensartar un balero, o hacer florituras con el yo-yo. Igual nulidad fui con el milenario y mundial arte de jugar a las canicas, pues nunca pude competir con calidad en las formas tradicionales. Jugaba en cambio a la “culebra”, que se hacía escarbando en la tierra un surco sinuoso con hoyos en los extremos, en que uno debía llevar su canica de uno a otro, deshaciéndose en el camino de las contrarias, lo que se hacía sacándolas de la “”culebra” mediante un fuerte canicazo. Pero esa era una modalidad tan anodina para los buenos jugadores de canicas, como acaso lo puede ser jugar al “pooll” en el billar a un connotado carambolista.

Tal como dije antes, algunas actividades lúdicas se sucedían cual si fueran equinoccios y solsticios, con una periodicidad curiosa, como si alguien las hubiera programado para todo el año. Es así que llegaba, por ejemplo, la época de los “Ligazos”, actividad reservada a los varones, para la cual nos proveíamos de una buena dotación de “parque”, consistente en pedacitos de cáscara de naranja. Esos era los proyectiles, el arma impulsora era una simple liga, colocada diestramente entre los dedos pulgar e índice, con la cual nos perseguíamos todos contra todos, o formando dos bandos, procurando, naturalmente, asestar a los demás ligazos de cáscara de naranja. Ocurría que podía uno tener a tiro de liga a algún inerme escuincle en situación indefensa, por lo que se le conminaba a seleccionar entre “parque, liga o ligazo, patada o cocotazo”. Lo anterior para darle al indefenso a escoger de esas “alternativas”, todas en su contra, no tanto por gesto de nobleza ante su inermidad, como para obtener beneficio propio, ya que nadie optaba por un ligazo o una patadilla, sino que accedía a ceder parte de sus pertrechos.

La única actividad que parecería congruente con una época del año era la de cazar mariposas. No era precisamente un juego, pero sí parte del quehacer distractivo de una etapa anual, la primavera evidentemente. Entretenimiento bastante estúpido en realidad, como confesaré con sinceridad. Consistía simplemente en corretear tras las mariposas, abundantísimas entonces, para asestarles un golpe con una varita de árbol, lo que obviamente equivalía a matarlas. Hacia el final del siglo pasado escribí algo al respecto para un concurso que se organizó en Ciudad de México, llamado “Abuelo, cuéntame un Siglo” –del que no saqué ni reintegro- y me adorné diciendo que atrapábamos las mariposas con una red especial y que solíamos dejarlas volver a volar. Mentira de lo más vil e hipócrita, perpetrada para preservar el honor de mi generación. Lo cierto es que, aunque yo sabía por ilustraciones de libros, de niños que así capturaban mariposas, en el puerto jamás vi a nadie con una red para el efecto, y tal como lo cuento hoy es que contribuimos a la extinción de la especie. Aquella actividad de cazar mariposas la hacíamos en cierto modo por una práctica de destreza, con todo y su estulticia, como también para procurarnos de tan bellos lepidópteros y poder conservarlos entre las hojas de nuestros libros.

Había también la época de volar papalotes, -cometas, se dirá en otros lares- actividad en que tampoco fui diestro, que además tiene su “ciencia”. Los hacíamos los niños personalmente, con papel de china y carrizo, pegado con engrudo igualmente de confección casera y usando, claro, “hilo de elevar”. Y cada quién, en función de su destreza, los hacía remontar al cielo, aprovechando sapientemente la dirección e intensidad del viento, a veces muy fuerte en Veracruz. Era hermoso verlos hasta casi perderse entre las nubes. Por cierto, había quienes eran tan diestros que integraban a la cola de su papalote una navaja Gillette con el fin de atacar un papalote contrario y rasgar su estructura de papel de china.

Uno de los juegos que más me gustaron y que era muy simpático fue el que llamábamos “Burro”. Se realizaba con la participación de varios mocosos, unos cinco o seis. Tocaba a suerte quién hacía primero de “burro”, mismo que debía “afletarse”, esto es, flexionar su cuerpo hacía delante hasta casi estar su humanidad a noventa grados. Los demás, en riguroso turno se sucedían a hacerle una gracejada al “burro”, de acuerdo a un orden perfectamente establecido hasta llegar a 16, y mediante una frase especial se acompañaba la gracejada correspondiente. Así, por ejemplo, quien en turno le tocaba el 2, debía decir “dos, patada y coz” y asestarle una patadilla en el trasero del que hacía de “burro; el séptimo decía “siete, te pongo el bonete” y colocaba algún objeto en el lomo, perdón, espalda del niño “burro”, luego seguía quien decía “ocho te lo remocho” y le quitaba el objeto. Toda esta secuencia y ritual se debía hacer rápido, sucediéndose uno tras otro los chamacos que fastidiaban al “burro”. La letanía era más o menos la siguiente: “Uno, por mulo; Dos, patada y coz; Tres hilito de san Andrés; Cuatro, jamón te saco; Cinco, de aquí te brinco; Seis, otra vez; Siete, te pongo el bonete; Ocho, te lo remocho; Nueve, copita de nieve; Diez, elevado es; Once, la vieja tose; Doce, la vieja cose; Trece el rabo te crece; Catorce, que se te troce, Quince, el diablo te trinche, Dieciséis, muchachos a correr.” Y acto seguido, concluida la ronda, todo mundo se lanzaba justo a correr, y el “burro” debía perseguir a todos tratando de agarrar a alguien y, si lo conseguía, el atrapado pasaba a hacerla de “burro”.

Las “Tamaladas” eran de lo mejor; juego emocionante, divertido, del exclusivo ámbito varonil, ya que era de los “rudos”. Lo jugué muchas veces, igual en el barrio que en la escuela, lo que acreditaría que no era yo tan pusilánime. Se hacía con la participación de dos equipos, de unos cinco-seis mocosos por bando. Aquí los de un equipo también se “afletaban” todos, uno tras otro, formando una hilera. El primero de la fila se agarraba de un árbol, poste de luz, etc. según donde se jugara, y seguidamente los demás lo hacían de la cintura del de adelante, formando una cadena o “trenecito”, resaltando que debían de estar rigurosamente agachados, con la espalda casi horizontal. Ah, porque los del otro equipo, uno tras otro, debían de saltar sobre los “afletados” y caer encima de sus espaldas. Había para ello de “tomar vuelo”, particularmente el primero en saltar, ya que debía procurar llegar hasta el que estaba agarrado del árbol o poste y dejarle espacio a los que seguían, pues si el último en saltar ya no tenía espacio, le era muy difícil caer sobre la hilera de “afletados” y, de ser así, perdía su equipo. Pero si todos lograban caer encima del equipo contrario este procedía a moverse lo más posible, no hacia arriba sino “culebreando”, con la natural intención de hacer caer a los de arriba. Si lo lograban, los equipos cambiaban posiciones, pero si los “afletados” sucumbían al peso o se desprendían entre ellos, aunque los de arriba cayeran tenían que repetir la posición.

De acuerdo a mis investigaciones, algunos juegos en que participé eran totalmente locales, del ámbito exclusivo del puerto. Acaso me equivoque, pero de unos no conozco que se jugaran en ningún otro lado. Tal sería el caso del “Cometierra” que ciertamente, como verán, hacía honor a su nombre. Se jugaba entre varios, tres, cuatro, cinco escuincles y a título personal. Para ello había que substraer de la casa familiar preferentemente un picahielo, pero de no conseguirlo podía uno arreglárselas con otro objeto punzocortante, o mínimamente con un mango de madera al que se le amarraba un clavo con la punta saliente. Se procedía a jugarlo acuclillados en círculo en torno a una pequeña superficie de terreno, el cual primero se había excavado, ablandado un poco y vuelto a tapar. Luego todos debían procurar enterrar el objeto en el área de tierra pero debiendo cumplir rigurosamente una ronda de ida y vuelta, en que con diferentes movimientos se manipulaba el picahielo para que diera un giro en el aire, cayera y se enterrara. Los participantes seguíamos turno en riguroso orden, pero lo difícil del juego era que la ronda se componía de 16 movimientos distintos de lanzar el picahielo, siguiendo además una secuencia perfectamente definida en sentido de ida, y luego a la inversa para volver a lo que fue la primera jugada. Así, por ejemplo, un movimiento era colocar la punta del picahielo contra la palma y/o dedos de la mano, como igual podría ser el antebrazo o rodilla, en calidad de puntos de apoyo, y luego impulsar con destreza el picahielo a que hiciera su giro en el aire y cayera enterrado. Pero había otros movimientos realmente complicados, por lo que verdaderamente había que ser un “experto” para competir ventajosamente.

Además, no sólo se trataba de tener destreza en el control del picahielo o similar, sino que debía uno de recordar hasta qué movimiento se avanzaba (era muy difícil hacer la ronda de ida y vuelta sin un fallo) pues a partir de ahí se proseguía en el siguiente turno. Y además, recordar en dónde se quedaban los demás, pues a quien se le pillaba en alterar el orden de su jugada, debía volver a empezar.

Desde luego, había un perdedor que era quien quedaba a lo último sin haber completado su ronda. Y no terminaba ahí el juego, proseguía lo mejor: el castigo al perdedor, que es donde el “cometierra” justificaba su nombre. Se procedía a cavar en la tierra un hoyo de unos diez cm. de diámetro y de una profundidad tal que cupiera el picahielo o similar. Esta excavación se volvía a tapar y se le hacía un pequeño promontorio, de tal suerte que asomara la punta del picahielo, pero tan sólo uno o dos cm. Y luego, el infeliz chamaco que había perdido, tenía derecho a darle al promontorio un par de soplidos con el fin de hacer sobresalir más la punta del objeto que, a fin de cuentas, debía extraer utilizando exclusivamente sus dientes. La maniobra era ciertamente difícil, de ahí que se explica fuera “cometierra” el nombre de este singular juego, típico del puerto de Veracruz.

Otro juego de mi predilección fue el de “Los Hoyitos”. También con la participación de cinco o seis niños, cada uno de los cuales hacía justamente un hoyito en la tierra a modo que cupiera una pelotica, elemento indispensable en el juego. Esto se hacía siguiendo una hilera horizontal, o sea que los tales hoyitos quedaban uno junto a otro, quedando debidamente establecido a quién de los jugadores pertenecía cada cual. Siguiendo turnos, cada jugador lanzaba la pelotica hacia la hilera de los hoyos, desde una distancia de unos dos o tres metros, naturalmente con el fin de que la pelota cayera en cualquier hoyo, menos el propio. Logrado esto, todo mundo salía corriendo, con la excepción del “dueño” del hoyito en que había quedado la pelota, misma que debía recoger para lanzarla contra cualquiera de los que salieron corriendo y lograr asestarle un pelotazo. De lograrlo, al contactado se le contaba un fallo. Todo mundo debía regresar como podía al sector de los hoyitos para estar a salvo. Caso que el dueño del hoyito lanzara la pelota y no atinara a nadie, no había problema alguno para que todos regresaran tranquilamente. Podía también optar por quedarse con la pelotica y esperar a que todos trataran de regresar e igual intentar atinarle con la pelota a alguien, lo cual no era tan fácil pues había que vigilar a media docena de escuincles que procuraban entrar por distintas direcciones, mientras unos distraían al de la pelotica los demás llegaban salvos. De no atinarle a nadie el del hoyito al que llegó la pelota, también perdía. El control de fallos se llevaba depositando una piedrecilla en el hoyo hecho en la tierra de cada quién. Habiéndose establecido desde el principio a cuántas piedrecillas de castigo era el juego, quién más acumulaba era el gran perdedor.

Y aquí también seguía una segunda parte que no me resulta muy edificante relatar. Consistía en castigar al derrotado, y se hacía colocando al infeliz contra una pared, con la cara hacia esta, dando la espalda a los “castigadores”. Cada uno de estos, a una distancia de unos seis-ocho metros arrojaba un número de pelotazos previamente pactado, tratando de pegarle a la espalda del perdedor.

Al respecto, un suceso se me quedó amarrado en la memoria. Resulta que una ocasión en que estábamos aplicando el castigo, un gandul de los que nunca faltan le asestó tal pelotazo al castigado que hizo que el desdichado chamaco se doblara por el golpazo. Justo en ese momento alcanzó a pasar por ahí una señora que se percató del suceso, procuró auxiliar al niño y a todos los demás nos colmó de toda suerte de improperios, Nos dijo que éramos unos malditos, vagos, manganzones, inútiles sin qué hacer y “malalmas”, más otros adjetivos impublicables. Y que iba a investigar donde vivía cada quién para darle la queja a nuestras familias. No lo hizo, pero la sarta de dedicatorias que nos lanzó aún retumba en mis recuerdos.

Pero de aquellos juegos de mi infancia, mi gran favorito fue el llamado “Pin-Pon”. Claro, fui bastante diestro en su ejecución, por eso mi predilección. Juego además de los que según mi entender era de etiqueta del todo local, veracruzano por excelencia y exclusividad. Desde luego que no me refiero en absoluto al Ping-Pong de mesa que todo mundo conoce, nada que ver, además, si a algún otro juego o deporte se parecía, sería al beisbol. Ustedes dirán:

Se jugaba entre dos equipos de tres chavos cada uno. Como en el beis, un equipo bateaba y el otro fildeaba. Lo de tres jugadores es que también se debían de sacar tres outs, así que para que aquello fuera parejo es que había tres jugadores para el “turno al bat” y c/u tenía derecho a un out. Pero lo principal que debo decir es que este juego se realizaba con dos simples pedazos de palo de escoba. Para ello, uno debía de empezar por hurtar de casa la susodicha escoba (una deshabilitaba de uso, por supuesto; que si no, tremendo lío en que uno se metería con la familiar usuaria). Una vez conseguida una vieja escoba se procedía a cortarle dos segmentos, uno mayor de unos 25 cm. de largo que hacía las funciones de “bate”, y otro pedazo más corto, de unos 6 cm. de largo, al que se le sacaba punta por ambos extremos, como si fuera lápiz, y que era, justamente, el llamado “pin-pon”. El “home plate” consistía en un cuadro que se pintaba con tiza o carbón en el piso de la banqueta, debía medir unos 30 cm. por lado, y al centro se dibujaba el contorno del “bat”, digamos que paralelo al correr de la calle y encima se pintaba la figura del “pin-pon” digamos que de frente a la acera contraria. A unos pocos metros del “home” se acordaba la línea del pitcher, del jugador encargado de sacar los outs. (Ya les diré cómo). De ahí para atrás, en pleno arroyo de la calle, era el terreno del equipo que fildeaba.

El operativo del juego era de lo más interesante. Los tres del equipo a la ofensiva se turnaban para batear, lo que se hacía golpeando con el “palo bate” la punta del “palo pin-pón” , haciéndolo saltar, y luego en el aire asestarle un golpe de tal suerte que se proyectara lo más lejos posible. Desde luego, el “pin-pon” iba a dar al terreno de los fildeadores, por lo que estos debían de tratar de sacar out lo que se hacía de varias maneras. Si el “pin-.pon” se cachaba en el aire sin tocar tierra, equivalía a los tres outs; si se hacía habiendo dado un bote en el suelo, contaba por dos outs y, si daba dos botes y se cachaba, equivalía a un out. En caso de que no se hubiera atrapado, entonces se recogía el “pin-pon” del lugar justo adonde había llegado, y mediante tres “combinaciones”, llevarlo hasta la línea de pítcher.

Dentro de toda esta parafernalia del juego, las “combinaciones” consistían en dos modalidades: Un fílder recogía el “pin-pon” y lo lanzaba al aire hacia adelante, corriendo para él mismo atraparlo. Lo hacía, se detenía, y proseguía con la segunda“combinación” y así hasta tres veces, procurando, repito, llegar hasta la línea del pitcher o lo más cerca. Justo donde concluía la tercera “combinación” debía detenerse y, desde ahí el pitcher debía tratar de hacer el out, tal como explicaré (si es que me da el seso para seguir con esto). La otra alternativa de los fildeadores era que uno de ellos recogía el “pin-pon” de donde había llegado con el batazo y lo lanzaba a otro filder y este a otro, y este a otro, completando así las tres famosas “combinaciones”. Una vez cumplido el procedimiento, de una u otra manera, el pitcher designado por el equipo procedía a tratar de sacar el out, lo que se procuraba lanzando el “pin-pon” contra el bate del equipo a la ofensiva, previamente colocado por este en su sitio en el cuadro pintado como home plate. Siendo su longitud perpendicular al lanzamiento del “pitcher”, se posibilitaba el contacto del “pin-pon” contra el bat. Ello equivalía a un out.

Las carreras del equipo al bat también tenían dos posibilidades de hacerse. De ocurrir que el pitcher no sacara el out de la manera descrita, y el “pin-pon” quedara fuera del cuadro pintado, entonces el bateador procedía a hacerlo saltar, batearlo, y procurar que fuera a dar lo más lejos posible. Ahí había manera de hacer carreras. La otra posibilidad de hacerlas era cuando a un filder se le cayera el “pin-pon” al suelo. En ese caso el bateador acudía al lugar adonde había caído, y proceder a batearlo para proyectarlo lejos. En ambos casos la manera de contar las carreras era la siguiente: El bateador calculaba “a ojo” las veces que el bate, (su longitud) se repetía entre el lugar donde el “pin-pon” había sido bateado (de una u otra de las dos alternativas descritas) hasta el punto adonde había llegado. Ese era el número de carreras que pedía.

La complejidad del juego seguía aún, pues si el equipo a la defensiva aceptaba el número de carreras pedido, simplemente se decía “levanta” y se acreditaba esa cantidad de carreras al equipo bateador. Ah, pero si los del equipo a la defensiva consideraban que la cantidad pedida de carreras no se completaba, no se concedían y entonces se procedía a contar las carreras, para lo cual medían con el propio bat, una, dos, tres, etc. las veces que la longitud del bat existía realmente entre el punto en que se bateó y el punto adonde llegó. Obviamente si la cantidad era incluso mayor a la pedida, se concedían las carreras solicitadas. Si era menor, se contaba out para el bateador.

 Bastante complicado el tal juego, se me dirá. Lo cierto es que me ha sido más el tratar de describirlo, que lo que el juego era en sí. Tanto lo disfruté de niño que hoy no me pude resistir a esta farragosa explicación, que más parece un manual operativo.
Yo fui diestro en este fabuloso juego de mi predilección, pero se me quedó por siempre en el recuerdo una frustración por un incidente de lo más insólito. Con todo, tiene su lado divertido, aunque no para mí en su momento.

Ocurrió una vez en que yo apliqué un batazo para hacer carreras, el “pin-pon” se proyectó contra la parte superior de la fachada de una casa, increíblemente llegó justo hasta una cornisa y, siguiendo la secuencia de lo increíble, se quedó atorado por algo, de tal suerte que no cayó al suelo. Lo más increible vendría después, cuando me preguntaron (siguiendo el riguroso código) cuántas carreras pedía. Ante tal situación, tan inverosímil como favorable, de chistocito dije que cinco mil.

Y es que entonces los maldecidos escuincles del equipo contrario cuchichearon entre sí, uno de ellos se metió a su casa, sacó una escalera, la colocaron junto a la pared, midieron las “carreras”, y obviamente me aplicaron out.

Fue así que uno de los momentos estelares en mi ejercicio de bateador pinponero se convirtió también en uno de los más deplorables. Nunca lo pude olvidar.

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Respuestas a esta discusión

No creo que alguien haya hecho antes una compilación de juegos callejeros infantiles. Comparto totalmente lo de "todo tiempo pasado fue mejor". No importa la extensión de lo que se escriba, si la calidad supera al límite. El "pin pon" en Cuba se llamaba "quimbumbia", y era muy parecido, al menos en los artilugios usados para jugarlo, como bien describes. Este recuento, al menos para mí, es algo formidable y estoy muy de acuerdo en lo que expresan los amigos de Creatividad Internacional y en particular el Sr. Ismael Lorenzo, de que usted le ha dado a este medio un aporte creativo extraordinario. Como siempre mi abrazo. 

Feliz que me hacen tus comentarios, amigo Rolando. ¡Así que en Cuba se jugaba el "Quimbumbia"! Ya te he comentado que a Veracruz llegaron muchas cosas de Cuba. Algunas se dispersaron al país, otras como que se quedaron a vivir en el puerto. Tal vez así ocurrió con el "Pin-Pon" / "Quimbumbia", pues yo no supe que se jugara en otra localidad mexicana. Gracias por tus conceptos y te regreso con afecto el abrazo.  
Rolando Ambrón Tolmo dijo:

No creo que alguien haya hecho antes una compilación de juegos callejeros infantiles. Comparto totalmente lo de "todo tiempo pasado fue mejor". No importa la extensión de lo que se escriba, si la calidad supera al límite. El "pin pon" en Cuba se llamaba "quimbumbia", y era muy parecido, al menos en los artilugios usados para jugarlo, como bien describes. Este recuento, al menos para mí, es algo formidable y estoy muy de acuerdo en lo que expresan los amigos de Creatividad Internacional y en particular el Sr. Ismael Lorenzo, de que usted le ha dado a este medio un aporte creativo extraordinario. Como siempre mi abrazo. 

Me complace enormemente tu comentario. Confirmas lo que digo al final de mi "prólogo", de lo narrrado hoy es "una hermosa nostalgia".

Pastor Aguiar dijo:

Además de ameno, es todo un documento, amigo, porque como dices, ya muchos de esos juegos han ido desapareciendo; ahora andan con celulares, video juegos, etc. Ya se ha perdido aquella libertad cundida de fantasías e invenciones . Muchos de los pasatiempos los conozco, como los papalotes. Nosotros también jugábamos a la quimbumba, que era un pedazo de madera en forma de huso, que se golpeaba por una punta con un palo y saltaba. Estando en el aire, se le daba un golpe con el palo para que volara, y por allá había un contrincante que trataba de coger la quimbumba...etc etc. Gracias por todo esto. Un abrazo.

Además. en aquellos tiempos la calle era nuestra cien por cien. Tan simple como eso, uno que otro vehículo se aparecía esporádicamente, razón por la que uno disfrutaba al máximo jugando enmedio de la calle. Y eso que no mencioné como hasta jugábamos beisbol ¡en patines!

Pastor Aguiar dijo:

Ah, perdón, acabo de ver que ya hablaron del juego que menciono después, ja ja ja.

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