RANTÉS, HIJO DE VAN GOGH: Un misterio de Cine, Literatura y Artes y Plásticas

Buscando en ese modernísimo cajón de sastre llamado "Disco duro viejo", uno se puede encontrar grandes sorpresas. Como este texto. A finales de los años 80, principios de los 90, yo, más que escritor, incluso más que repentista, era un cinéfilo, un voraz consumidor de cine. Cuando llegaba diciembre se paralizaba el mundo y todo giraba alrededor del Festival Internacional de Cine de La Habana. Recuerdo que salía de mi casa en el Caballo Blanco (San Miguel del Padrón), a primerísima hora de la mañana, con una mochila vieja (y en la mochila, un libro, un "pan con algo" y una botella de agua). Entraba al Cine Yara en la primera tanda, y de ahí saltaba al Chaplin, al 23 y 12, al Riviera, al Yara otra vez, al Chaplin de nuevo, hasta que cerraba la jornada en el mítico Payret, en la tanda de las 12 de la noche, cerca de la para de la guagua para volver a mi Caballo Blanco. Y al día siguiente, igual. Pues bien, de aquella época (1991, concretamente) es este texto que acabo de encontrar y comparto con todos. Un homenaje a tres dos de mis pasiones de siempre: el cine, la pintura y la literatura.

RANTÉS, HIJO DE VAN GOGH

(III parte, y final)

¿Crees en los duendes?

No, soy un duende incrédulo.

Mariana Torres

A modo de prefacio

Desde la aparición de la primera parte de este ensayo (“Rantés, hijo de Van Gogh, I”, en Cinema Paradiso, número 5, octubre de 1989, pp. 23–30), muchos lectores han escrito desde Argentina, Cuba, España, México, Holanda e Italia, fundamentalmente, algunos directamente a mí, otros a la redacción de la revista, pero en lugar de aclararse de alguna forma el tema, cada nueva carta –algunas publicadas en números posteriores de la revista, y otras en el Caiman Barbudo y en Cine Cubano lo que han hecho es avivar más la polémica.

Y la segunda parte del ensayo (“Rantés, hijo de Van Gogh, II”, Cinema Paradiso, número 7, marzo de 1990) al parecer lo que ha hecho es oscurecerlo todo más, hasta tal punto que el propio Subiela y el mismísimo Scheiwiller escribieron sendos artículos, sesudos y encontrados, en los que, resumiendo, se me pide “menos especulación metaliteraria” (Subiela) y “mayor número de pruebas” (Scheiwiller).

De todo se ha dicho y escrito en estos años, y yo había jurado no volver sobre el tema. Pero hace unos días, en una larga e inolvidable velada en la sala, siempre acogedora, de Roberto Fernández Retamar, acompañado de ilustres amigos como Silvio Rodríguez y el ecuatoriano José Enrique Adoum, surgió otra vez el tema de mi ensayo, provocado esta vez por el éxito de la nueva película de Subiela: El lado oscuro del corazón.

Confieso que mi primera reacción fue la de siempre, en este último año: malestar interior y sonrisa complaciente para cambiar de tema. Pero quiso el azar que –una de esas mágicas realidades que sólo pasan en una ciudad como La Habana, durante los días que dura su Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano–, quiso el azar, decía, que en medio de mi estudiado cuadro de sonrisa complaciente y cambio de tema, entraran por la puerta de la casa de Retamar, el joven crítico Rufo Caballero y el cineasta Tomás Piar, acompañados por el mismísimo Eliseo Subiela.

El cineasta argentino y yo ya nos conocíamos, desde el año anterior: nos había presentado el periodista Rolando Pérez Betancourt durante una recepción que hubo en el Hotel Nacional. Retamar, como siempre, sonriente y con los brazos abiertos, fue a recibir a los visitantes, y, entre ellos, “al rey de Roma” (Subiela). Ante la morbosa curiosidad de todos por aquel, nuestro primer encuentro luego de mis publicaciones, Subiela y yo nos saludamos con efusividad “natural”, por decirlo de alguna manera, y al poco rato, por supuesto, se retomó el tema del ensayo con mayor fuerza. Durante toda la noche (o durante tres cuartas partes de la noche) no se habló de otra cosa que de Rantés, Van Gogh, su hermano Theo, La Santa, Subiela, y mis publicaciones en la revista Cinema Paradiso.

En aquella velada memorable me sentí raramente feliz e infeliz al mismo tiempo, y al otro día –vencida la resaca– decidí poner punto final a las opiniones de tantos colegas, con la prometida última parte de mi ensayo.

En realidad, fue Retamar quien me lo pidió, con la promesa de publicar las tres partes juntas en el próximo número de la revista Casa. La tentación era muy grande. Subiela no había dicho que sí ni que no. Se limitó a pedir un nuevo trago de Habana añejo, y a brindar conmigo. Entonces, al otro día, solo ante la máquina, teclado mediante, pensé: “De todos modos los encontronazos filosóficos son saludables”.

De algo estaba –y estoy– seguro: mis rastreos biográficos durante años habían sido exhaustivos, y en tertulias y entrevistas había sorteado con elegancia todas las acusaciones de herejía que me habían hecho cinéfilos y críticos de arte. Además, cinéfilos y críticos de arte (cine, literatura y plástica) no detendrían su “pimienticidio” aunque yo publicara la tercera parte o callara para siempre. Para mi nueva empresa me daban fuerza y confianza el entusiasmo de Roberto Fernández Retamar, dos o tres sabias reflexiones de Rufo, y la cordialidad perdonavidas del propio Subiela. Entonces, dos meses después de aquella velada comparto con los lectores mis últimas reflexiones al respecto.

Rantes, hijo de Van Gogh (III, y última)

Para empezar, creo que la documentación citada en las dos partes anteriores de este ensayo es suficiente para corroborar que Rantés, el personaje loco-extraterrestre de Eliseo Subiela en Hombre mirando al sudeste, que, según él, está basado en un desconocido loco pueblerino, no es más que el hijo real del pintor holandés Vicent Van Gogh, un hijo al que éste hizo referencia sólo una vez en su vida, en una de sus últimas y malentendidas cartas a su hermano Théo, y que la historia de la pintura contemporánea ni reconoce ni valida.

Para los que me acusan de metafísico, insistiré en que no es un hijo metafísico; para los que me acusan de poeta, repetiré que no es un hijo metafórico. Es, simple y realmente, un hijo, su hijo, cuyo certificado de nacimiento, número de cédula y certificado de defunción son fácilmente rastreables en el Archivo Regional de Auvers. Y no es tampoco –diré para los biógrafos– el presunto y apócrifo Nelis de Groot, que ya fue negado por la historia y por el mismo Vicent, quien llegó a protestar incluso frente al padre católico.

Para nadie es un secreto que el genial pintor holandés se movía en otras dimensiones, llenas de seres imperceptibles y pobladas de rojos y amarillos, colores quemantes y casi nulos en el gris ambiente de Amsterdam. Todos sabemos que Van Gogh ha tenido biógrafos benéficos y otros mal intencionados (excluyamos, por ejemplo, a Giovanni Scheiwiller). Los primeros llevan a primer plano su pobreza, su locura, su oreja, porque es un modo de exaltar su pintura, su genialidad y su desgracia; los segundos hablan más sobre sus altercados con el padre, con los amigos, con las mujeres, y sus discrepancias con Theodoro, el cuerdo y sufragador hermano del artista.

El caso es que Rantés, más allá de evidentes cercanías fisonómicas, aparece nombrado en la citada carta de Van Gogh a su hermano Théo, escrita luego de que el pintor tuviera uno de esos raros ataques de cordura que le duraban semanas, o meses enteros, y en los que vivía sin tocar el pincel, sin hablar con fantasmas. Durante ese oscuro lapso de tiempo, Vincent apenas se comunicó con su hermano, hay indicios fidedignos de que logró vender dos pequeños dibujos y abandonó su domicilio en Arlés (donde albergaba al pintor Gauguin y donde días antes se había cortado la oreja izquierda). Unos meses después reapareció –según testimonio del propio Gauguin y de Dr. Gachet– «normalmente alienado», parodiando el llanto de un niño pequeño y moviendo su rapada cabeza como el más feliz de los hombres.

Al principio, leyendo y releyendo sus cartas a Theo, escritas sobre papel cuadriculado y con caligrafía limpia y ordenada, con buen pulso, supuse que mi hallazgo del nombre de Rantés en la segunda carta, se debía a algún error al transcribir el nombre del antiguo faraón egipcio, Ramsés, pero era poco creíble que el transcriptor (el mismo Van Gogh) se equivocara cambiando a la vez la M por la N y la S por la T; incluso, la incoherencia de citar al famoso faraón dentro de un texto familiar donde se pedía apoyo financiero y anímico, era demasiado evidente. Así que donde decía Rantés, no quería decir Ramsés, sino Rantés, y lo turbio del texto era fácilmente atribuible al estado psíquico de Vicent al escribir, a lo borroso y maltrecho del folio, pero también, en gran medida, a mi ineficacia como lector y traductor (más bien “traducidor”: recordemos, además, que no fue una traducción directa: yo traduje del inglés al español un texto ya traducido del holandés a la lengua de Shakespeare).

La personalidad de Van Gogh es bastante conocida y ya fue expuesta con minuciocidad en la 2da Parte de este ensayo, cronológica, pictórica y humanamente. Nótese, entonces, que el Rantés cinematográfico, filósofo advenedizo que enloquece a un psiquiatra con sus disquisiciones sobre el ser humano, además de su eterna (y ya analizada en la 1ra parte) mirada de huérfano, además de su célebre dirección orquestal de la Oda a la Alegría de Bethoven –un hecho sólo comparable a la vesánica capacidad de un pintor como Vicent– es endeble físicamente, introvertido, huidizo (filosofía del aislamiento) casi misógino (exceptuando a La Santa, por lo que ya explicamos en la 1ra Parte y porque «el olor de una mujer es uno de los agentes descarriadores»); características éstas, sino hereditarias genéticamente, sí sospechosas en el plano social dados los orígenes «oscuros» que alega el personaje.

Creemos que fue muy inteligente por parte de Subiela adueñarse de este desconocido filón biográfico de Van Gogh para armar su película y muy atinado el tratamiento ambivalente y caleidoscópico que le da, desde la misma dedicatoria del filme (A mi padre: ¿pero a cuál: al de él, Subiela, o al de Rantés, Van Gogh?–), hasta los créditos finales donde el recurrente fotograma del aire batiendo el cortinaje de las ventanas vuelve a recordarnos, subliminalmente, el aire blandiendo los trigales de Holanda, vistos desde la carísima ventana de algún cuadro.

Por otra parte, lo que los críticos de cine han visto como un logro del guión, o sea, la incertidumbre médica sobre el origen de Rantés, la confusión lógico-absurda, no es más que la incertidumbre del propio Subiela al descubrir al hijo abandonado de un loco, pero qué loco: el más caro pintor post morten del siglo XX. El cineasta argentino da con el dato, comprueba el dato a través de todo el andamiaje bibliográfico que ya citamos en la 2da Parte, y luego se debate entre si tomar la historia real (Van Gogh–pintor–padre y abandonador) o tomar al recóndito hijo, «sacarlo del tiempo» y lanzar una obra nueva. Nos consta que la primera intención de Subiela no fue fílmica, sino literaria, histórica, casi biográfica. En el filme hay atisbos que así lo corroboran: he ahí la escena en que el doctor Dennys piensa que está frente a un hecho literario, se cree, sin saber por qué, un lector, y se refugia en Moliere, en Bioy Casares; he ahí que «si Rantés hubiera escrito lo que cuenta, fuese un escritor famoso». Subiela piensa en la historia del hijo, el abandonado y desconocido hijo de Vicent Van Gohg, pero... ¿el hijo de un gran pintor es gran pintor acaso? Existió, pero... ¿existió? Van Gogh amó, gestó a una mujer, abandonó a un hijo: ¡Noticia! Pero el hijo nació, vivió, murió en el anonimato: ¿Eso es noticia? Otra incertidumbre. Eliseo Subiela no toma partido, sino que sale a ver el cuadro desde afuera. Piensa: «Van Gogh pasó a la historia por ser Van Gogh, por Los girasoles La Silla, no por ser padre. Es que hasta ahora no era padre. O no lo es todavía.» Y entonces decide que no lo siga siendo. Tenía, había descubierto, eso sí, un gran personaje, con una herencia psicopático–artística digna de una obra maestra –como lo es, en definitiva, su película–, con un origen incierto o más bien camuflable, y con un desenlace lógico, verosímil: el mismo del padre. ¿Qué más da, entonces, sacarlo del planeta, volverlo un oleograma, una imagen proyectada en el espacio, perfecta réplica humana pero que «no siente», como si fuera un cuadro, un dibujo cinético? «Los humanos son robots, prehistoria de los oleogramas», dice Rantés, y asegura que él mismo es «una alucinación» del Dr. Dennys». (Ojo con los términos imagen alucinación: evidentes aristas vangoghianas.) Entonces, ¿qué más da romperle toda analogía racional con los seres humanos –el padre, por supuesto, ya lo había hecho– y lanzar su rostro al mundo sin que lo reconozcan, sin que ni siquiera lo sospechen? Una burla perfecta, un golpe de maestría a biógrafos y estudiosos del genial holandés. Claro que Subiela, como todo buen artista, dejó señales, orificios para que alguien penetrara el secreto (aquí vemos la impronta de Borges, como mismo hemos visto en el personaje de La Santa rasgos de La Maga de Cortázar).

La primera –o quizás no la primera pero sí la más clara–, referencia fílmica al famoso padre de nuestro personaje, ocurre cuando descubren bajo la cama número 7 del hospital una caja llena de recortes «sobre la estupidez humana, crímenes cotidianos» y entre ellos (solapadamente, como al descuido, pese a la unicidad de su carácter) aparece un dibujo infantil. Clarísimo puente: ¡Un dibujo! Nótese que sólo aquí Subiela hace un zoom in –lento, explícito, monosemántico– a los ojos de Rantés, a su mirada huérfana. Como tampoco es aleatorio que el mejor y único amigo de Rantés sea el Dr. Dennys, como mismo el mejor y único amigo de Van Gogh fue el doctor Gachet, que lo trató en Auvers y fue pintado por él en 1890. Otra pista: la escena en que Rantés desmenuza en un grifo del Laboratorio de Patología Cerebral un cerebro humano (buscando momentos de gozo, la primera mujer, qué quedaba de aquel hombre) no es más que la hiperbolización –nótese el primer plano del cuchillo– de la clásica tragedia de Van Gohg y su oreja izquierda: podar oreja, podar cerebro: El cuchillo es la clave (aunque quizás el enlace resulte, dentro del lenguaje elíptico del filme, demasiado ingenuo.) Pero a veces Subiela logra códigos verdaderamente surrealistas, quizá demasiado surrealistas, demasiado Buñuel. He ahí el continuo cambio de zapatos de La Santa –que es, junto a aquello de que «el hombre es la prehistoria de los oleogramas», una de las metáforas más logradas del filme–; he ahí, ¡miradlo bien!, el penúltimo primer plano del rostro de Rantés, un perfecto e inteligente trabajo de luces y sombras para que veamos, casi intuyamos, al Van Gohg de Autorretrato; he ahí también el (ab)uso de rojos y amarillos a pesar de que la historia transcurre en locaciones cerradas y sombrías, uso cromático que no exageraremos si lo achacamos a una reminiscente ambientación de la progénesis. Es infinito el código, fragmentado, concéntrico, dadaísta. El juego de Subiela es para todos, con todos, contra todos. Quizás sólo flaquea –entendiendo como tal que deja un indicio demasiado evidente– en el final, en el desenlace del filme: ¿por qué tenía que morir Rantés, como Van Gogh, por una sobredosis de cordura, incomprendido y solo? Subiela podía, en nuestra opinión, haber buscado otra forma de remedar el desenlace paterno. O tal vez, alejándonos ya un poco de la poética cinematográfica de Subiela, podría haberse valido de la fórmula hollywoodense de las segundas partes, lo que le hubiera dado un toque comercial a un filme que quizás peca de exceso de literaturidad, de tratamiento solemne y elitista. Por ejemplo (y es una mera sugerencia, por supuesto): En una última escena podríamos haber visto a La Santa con mareos, con las piernas tan hinchadas que no le salieran los zapatos, haciendo arcadas y mirando hacia el sudeste para transmitir en el último enlace a su planeta que iba a tener un hijo, un Rantesito, mientras, a golpe de saxofón, pasaran los créditos.

Caballo Blanco, La Habana, 20 de junio de 1991,

Alexis Díaz-Pimienta

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